lunes, 1 de junio de 2015

****Limbo****


Tras una noche de excesos, en algún punto de la madrugada, un joven sube a su motocicleta y arranca. Va muy rápido. El viento azotando contra su rostro y alborotando sus cabellos aumenta la euforia producida por las drogas que hace menos de cinco minutos ha ingerido. Acelera más, sin notar que un auto se aproxima frente a el, pues, en otro arranque de imprudencia, ha cerrado los ojos. El pobre idiota ni siquiera lleva un casco.

Se escucha un estruendo. La sangre fluye por el suelo. Alguien de la multitud que rápidamente se a formado llama a una ambulancia.

El joven despierta, y lo primero que hace es tratar de abrir los ojos, pero no puede. De igual forma, tampoco puede moverse. O gritar. Está preso dentro de su propio cuerpo. Inmóvil por fuera, retorciéndose y gritando por dentro, hasta que, lentamente, se calma, y todos los recuerdos llegan bruscamente a su cabeza.

Las imágenes lo golpean con la misma intensidad que el auto. Ve todo desde todos los ángulos. Repite las escenas un millón de veces en su mente; en cámara lenta, rápido, cuadro por cuadro... como en una película que puede analizar a su antojo. Entonces, sin darse cuenta, susurra la respuesta que le parece más natural: "Estoy muerto".

Las dos palabras se repiten infinidad de veces, martillean su cabeza, lo queman, lo devoran. ¿A dónde ha ido toda la euforia de su último recuerdo? Está muerta, como el cree estarlo.

Sabe que no puede moverse, hablar, o siquiera abrir los ojos; El pobre imbécil no se percató de su susurro. No sabe, sólo cree saber.

Está asustado. Se pregunta que pasará ahora que está muerto. Tal vez está en el infierno, o tal vez su cuerpo simplemente se pudrirá y será devorado por los gusanos. Nunca creyó en Dios, por lo tanto, tampoco creyó en el paraíso o en el infierno. A su criterio, lo segundo es más probable.

¿Está en una morgue o ya lo han enterrado, o tal vez sigue tirado sobre el asfalto? El olor se lo dirá todo. Olfatea. No huele a nada, pero ha hecho un descubrimiento importante. Nuestro estúpido amigo no es tan estúpido como para ignora el hecho de que ha podido respirar. Se pregunta si aún seguirá vivo, pero recuerda las imágenes del choque. Aunque desea estar equivocado, está convencido de su muerte.

Ha podido respirar, así que tal vez, si lo intenta, podrá abrir los ojos. Puede, de alguna forma lo sabe, pero le da miedo hacerlo. No sabe que encontrará al levantar los parpados. El miedo y la curiosidad entablan una veloz lucha, ganada por la curiosidad. Suspira y abre los ojos.

Nada, no hay nada en todo su campo de visión. Todo está completamente blanco. No hay luces o sombras, no alcanza a distinguir ninguna forma o color a distancia. El blanco, un blanco frío, invade todo. Sea lo que sea que esperara ver, no era eso. Anonadado, parpadea un par de veces, pero no son sus ojos los que fallan, pues puede ver sus manos a la perfección. Vuelve a parpadear. Nada, todo sigue igual de blanco.

Se pone de pie y empieza a caminar. No le parece estar avanzando, pues el paisaje sigue siendo exactamente igual. No ve un límite o algo diferente. Blanco monótono, blanco glaciar, blanco irreal. Blanco. El vació parece extenderse de forma infinita. Lo único que compite con la blancura, es el silencio, un silencio indescriptible, aterrador. Un silencio que ningún hombre cuerdo ha presenciado. Palpable. Grita, buscando una respuesta, auxilio, pero, más que nada, para romper el terrible silencio, pues algo le dice que nadie responderá. No se equivoca. De todas maneras, sigue gritando, oír sus propios gritos es mejor que seguir soportando el silencio.

Corre. El lugar no puede ser infinito, tiene que haber algo más. Una puerta, una pared, un precipicio, lo que sea. Sigue corriendo, tratando de huir de su entorno, pero parece que, en efecto, el vació es infinito. Sigue corriendo hasta caer, sin fuerzas. Desesperado, grita nuevamente, pero ahora ya no pide ayuda, solo quiere exteriorizar su agonía.

Grita hasta que su voz se extingue mientras cierra los ojos, con la esperanza de que al abrirlos encuentre algo más; pero sabe que eso no pasará, pues, en el espacio que se da entre un grito y otro, vuelve a reinar el silencio. Cuando ya no es capaz de seguir gritando, se limita a sollozar. Siempre mantuvo un perfil de tipo duro: su padre le enseñó que los hombres no lloran, pero, ahora que se encuentra completamente sólo, ahora que estaba rodeado por la nada, que el mismo era nada, eso ya no importaba. A demás, sus sollozos ayudaban a mitigar el silencio.

El ex-hombre lloró hasta quedarse dormido.

Despierta nuevamente. Está por abrir los ojos cuando recuerda lo sucedido. Nunca creyó en Dios, pero ahora le reza para encontrar cualquier cosa, lo que sea, menos ese vacío. Se arma de valor y abre los ojos. Nada. Sus plegarias no fueron escuchadas.

Los ojos le arden, la cabeza le punza, siente nauseas. Su malestar no tiene nada que ver con la juerga de su última noche, desde la cual, para él, han pasado mil años. Si está muerto, debe estar en el infierno.

Pasó su vida entre bullicio, tratando de no estar sólo. Siempre tenía a sus compañeros de juerga, música sin significado pero bulliciosa, drogas, alcohol, la motocicleta, la computadora, la televisión... Siempre tenía algo para tratar de no sentirse vacío, para no pensar, y siempre había funcionado, quizás demasiado bien. Pero ahora no le quedaba nada. El vacío lo había devorado de forma externa y lo estaba devorando por dentro. Arder en las llamas del infierno predicado por los religiosos, cualquier cosa, era mejor que eso.

Un grito desgarrador, mezclado con una risa frenética escapó de su garganta mientras se arrancaba los ojos. De esa forma no tendría que soportar la blancura, así estaba mejor. Reía, completamente desquiciado, al tiempo que proclamaba a nadie su victoria. Solo el silencio le respondía, y el interpretaba eso como una burla. Eso no terminaría hasta que acabara con el silencio.

Hace poco, habría causado lastima a quien lo viera, pero ahora, con la expresión demencial en su rostro, las cuencas de los ojos vacías y escurriendo sangre, ahora que los sollozos habían sido reemplazados por gritos... Esa criatura no daba lastima, ahora solamente provocaba una mezcla de asco y horror.

Trató de golpear su cabeza contra el suelo hasta fracturarse el cráneo o lastimarse lo suficiente para morir desangrado, pero no lograba dar contra ninguna superficie. Era como si se encontrara flotando, pero sin percibir la sensación de ingravidez. De haber encontrado un suelo, un solo impacto habría bastado para aniquilarlo. Después de unos trescientos intentos, aceptó que era inútil.

El silencio seguía, burlándose de él. Arrancarse los ojos habría sido un esfuerzo inútil, y lo sería hasta que el silencio desapareciera.

No disponía de armas o de una superficie para terminar con su existencia. En ese momento, habría hecho atrocidades tanto con un espada como con un lápiz. Su mente imaginaba las más impensables formas de matar. Pero no tenía nada, absolutamente nada.

Pensó en estrangularse usando su ropa, y entonces fue cuando se percató de que estaba desnudo. Nada, absolutamente nada. Solo él... y el silencio. El maldito silencio que parecía irse duplicando segundo a segundo.

Nada fuera de él... bueno, se usaría a si mismo como arma. Sabía que, de lograr abrir las venas que tenía en las muñecas, moriría desangrado, así que empezó a morderse, arrancando trozos de su propia piel hasta lograr dejar el músculo expuesto. No era suficiente. Quería morir, o volver a morir ya. Desangrarse sería demasiada espera.

¿Imaginas la fuerza que se necesita para desgarrar la piel humana solo con las uñas, rasgar la carne, separar las costilla y, finalmente, después de toda una carnicería, arrancarse uno mismo el corazón? Inmensa, inhumana: pero el ya no era humano, el vacío se había tragado su humanidad. Ahora era una bestia.

Su corazón latió un par de veces entre sus manos. Sintió como su vida (pues ahora sabía que aún estaba vivo) se extinguía, al último que soltaba una última y sonora carcajada...

En algún punto de la madrugada, un pitido uniforme anuncia que, pese a los esfuerzos de los paramédicos en la ambulancia, el corazón del accidentado ha dejado de latir. Ni siquiera pudieron mantenerlo vivo cinco minutos. Los ojos del cadáver reflejan una demencia bestial, y los de los paramédicos horror, tras escuchar una última carcajada escupida por el ex-hombre.

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